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jueves, 10 de marzo de 2011

Una canción

Estaba sentada en el quicio de la ventana, con el pelo revuelto entre las manos y la barbilla apoyada en la fría madera, viendo como las gotas rebotaban en los cristales en un círculo infinito lleno de vida. Sus ojos brillantes de lágrimas hacían adivinar lo que pasaba por su mente. Ni siquiera se notaba su respiración. No movía un solo músculo. Las gotas saladas rodaban por sus mejillas, sin pena ni gloria.

De fondo una canción. Una canción que hablaba de no tenerle miedo a nada. De alguien que se moría por no callar lo que sentía. Una canción que hablaba de un hombre que se moría por abrazar a una mujer, por divertirla, por despertarse acomodado en su pecho... Hablaba de una mujer que se moría por seguir sorprendiéndolo, a pesar de que la llamasen loca... Una canción que llevaba tres horas sonando, martilleando sus sienes y desgarrando aún más las heridas.

Los recuerdos pasaban indelebles de un lado a otro de su corazón. Evocó el perfume de sus rizos negros. Pudo sentir la tersura de aquellos labios sobre los suyos, besos que sabían a derrota y a miel, besos que desataban las alas de un corazón, besos que no tenían miedo. Manos que escapaban del tedio. Cuerpos entrelazados en la penumbra de un dormitorio. Ojos que dedicaban miradas furtivas llenas de sentimientos ocultos, deseosos por gritar.

Carmen llevó su mano a los empañados cristales y con su vista fija en el infinito, escribió “Alex”. Aquello no obedecía a razón alguna. Ya que no podía borrar ese nombre de su alma, lo escribiría para que la lluvia lo borrase del cristal.

Estaban a escasos metros uno del otro, solo los separaba una calle y, sin embargo, sus lazos rotos por el orgullo, habían separado sus almas hasta el infinito.

Nunca sintió la necesidad de plantearse su vida sin él, porque nunca vio el final de la historia, y ahora que se había ido dejándole, tan solo, aquella canción, sintió que su corazón se moría. Se moría de miedo y dolor. El la había enseñado a andar libre por el aire y ahora le cortaba las alas con su silencio. Lo único que no le había robado eran sus sueños.

Aquella historia había empezado un viernes normal, que marcó su vida para siempre. Ella con esa máscara de dura, que ni ella misma se creía, y que había sido tejida a fuerza de golpes, se cayó dentro de aquellos ojos negros.

Carmen era una mujer fuerte, aunque mucho menos de lo que aseguraba. El destino la había golpeado con furia en incontables ocasiones y, debido a ello, tuvo que aprender a jugar sin gustarle las normas. Evitaba cualquier pregunta directa en la que tuviese que intervenir un pensamiento privado o sentimiento escondido. Su carácter arrasaba como un temporal que obligaba a volver a puerto.

Aquella noche salió a ganar, porque ella no sabía perder. Nunca lo consideró como opción. Jugaba para ganar o no jugaba, pero no estaba dispuesta a asumir una derrota.

Alex la miró a los ojos sonriéndole con el alma. Sus ojos profundos, negros, impresionantes... Su mirada burlona, casi tanto como su sonrisa... Su voz varonil la atrapaba sin dejarle salida.

Hablaron apenas una hora cuando él dijo:

- ¿Por qué te escondes detrás de esa máscara de piedra?
- ¿Cómo dices?
- Esa imagen de chica dura, invencible... Que no llora ya, porque nada le duele... No es creíble si dejas que tus ojos hablen, deberías aprender a mentir mejor.

Carmen se limitó a bajar la cabeza y ver que toda aquella máscara que había tardado tantos años en construir, yacía rota en mil pedazos por el suelo.

Ese fue el comienzo, aunque nunca barajó que podría existir un final. La llenaba en todos los sentidos. La completaba. Alex era las alas que su corazón necesitaba y junto a él hubiese hecho todas las locuras del mundo.

Era fácil la vida a su lado, entre risas y espuma blanca de pintas de cerveza, entre chistes y confesiones. Una vez el muchacho hubo tirado aquella máscara, Carmen fue transparente en todo momento. Porque no tenía miedo. Si él la abrazaba se sentía capaz de hacer cualquier cosa. Lo hubiese seguido a cualquier parte, si él necesitaba ayuda siempre contaría con sus manos para apoyarle y no dejarle caer.

Ahora estaba, en aquel quicio de ventana, analizaba sus errores y asumía culpas.

Comenzó a jugar a un juego peligroso, sabiendo a lo que se exponía. Le costó aceptar jugar, pero una vez dentro no pensaba retirarse. Y ahí cometió su primer error. Tenía muy claro que, ante todo, estaba la amistad que los unía. Amistad que no entendía de plazos, ni ataduras... Que iba mucho más lejos del tiempo o del espacio. Su corazón un día decidió salir de su letargo y gritar muy alto. Se enamoró de él y quiso abandonar el juego, pero ya no podía, era demasiado tarde para alejarse, porque no lo soportaría. El chico estaba ya en lo más profundo de su alma. Admitía su doble error, nunca tuvo que empezar a jugar y mucho menos enamorarse, que iba contra las reglas del juego.

Le dio todo lo que tenía, los abrazos, las caricias, las tardes de invierno sobre la nieve, los secretos que siempre habían sellado sus labios, le regaló su sonrisa, su atención, su comprensión, sus consejos, sus poemas de amor... El le dio las canciones, sus rizos negros, sus brazos protectores, y aquel corazón que solo ella había sido capaz de desenterrar, aquel corazón que ahora le brincaba en el pecho y le hacía estar vivo.

Pero la discordia también quiso jugar sus cartas y lo arrasó todo en un órdago. No dejó nada. Solo manchas de soledad en aquellas sabanas. Días grises atestados de frío asfalto.

Las calles que antes habían sido escenarios de locuras, ahora que no estaba, solo eran un oscuro desierto.

Al llegar la noche todo cambiaba, a veces, cerrando los ojos hasta podía tocarle. Las luces del puerto habían estallado y los barcos ya no traían versos. Y ella no entendía nada. No tenía nada. No sentía nada. Solo miedo.

En el quicio de aquella ventana, se juró no volver a jugar a ningún juego peligroso, no quería volver a confiar en nadie, ni a dejar que sus ojos hablasen, no volvería a dejar que nadie le volviese a tirar aquella máscara y llegar a sus secretos, nunca más dejaría hablar al corazón y permitir que las cosas fluyeran solas... porque cuando el destino juega las cartas en tu contra, solo ganas una canción.

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