La página se acaba. Apenas unos cuantos renglones para su fin. Aprietas la mano cansada, dando los últimos trazos, esperando escribir la última promesa, la última esperanza, el último aliento... Nada ocurre.
Te detienes a llenar de tinta la pluma, por si hiciese falta... Mientras observas el papel... Lleno de frases inconexas, de sucesos correlativos, de historias intrigantes. Lleno de sentimientos que te causaron dolor, lágrimas, escalofríos... Que te hicieron que se te erizase la piel... Aquellas mariposas en el estómago a las que cazaste y encerraste... Un papel lleno de noches en vela, de días inciertos, de giros... De subidas y bajadas... De recodos en el camino... De cuevas inhóspitas... De ojos amigos y puñales enemigos. ¿Y ahora? Tan solo, palabras escritas. Signos que solo tienen sentido para tí. Para nadie más.
Te detienes. Esperas. Miras a tu alrededor... La penumbra. La luz tenue de la lámpara que te alumbra. Las cosas que se amontonan, a modo de recuerdos, sobre la mesa. Piensas: "Debo de recogerlos algún día". Esperas. Nada sucede. Sigues escribiendo acaso una frase más, agotando hasta el último resquicio de la hoja blanco amarillenta. Pero no sucede nada, solo palabras. Y te ves obligado a ello. Tienes que pasar la página y comenzar a escribir la siguiente, aunque te sientas como un escritor fracasado en la peor novela de su vida.
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